lunes, 11 de enero de 2016

Atletismo de elite Uruguay.... sera el año de Deborah Rodriguez

Foto: Brian HC

Reportaje de Mariángel Solomita para www.elpais.com

Déborah Rodríguez llora cada vez que cruza la meta en una competencia. Espera que anuncien el resultado por el altoparlante mientras camina por la pista con las piernas abiertas y los brazos colgando, respira hondo, e inclina la cabeza hacia arriba para evitar que vean su rostro mojado. Unos segundos después cierra el puño y grita. Se acerca al público y lo saluda con una reverencia.
No le quedan más fuerzas.
Si le tocó ganar, la invade una sensación de plenitud que solo puede encontrar concursando en atletismo.
Pero su cuerpo está fatigado y el dolor muscular es tan intenso que tiene escalofríos y ganas de vomitar. A menudo, luego de una carrera o de un entrenamiento muy exigente, queda tumbada en el piso y siente cómo el cansancio la va tomando. Le cuesta ponerse de pie. Entonces cierra los ojos y se imagina compitiendo, por ejemplo, en los Juegos Olímpicos. Ese día el mundo entero podrá ver de qué está hecha. Aunque tenga menos de un minuto para demostrarlo.
Otra veces piensa en su vejez.
—Nosotros sentimos el tiempo de una manera distinta. Creo que nos pasa todo mucho más rápido, por eso nunca dudo cuando tomo una decisión. Quiero tener 75 años y estar en una reposera, meciéndome mientras veo el mar y sabiendo que fui plena, que viajé, que conocí, que hice todo lo que quise y que puedo morirme tranquila, ¿o no?
Es miércoles, hace demasiado calor. Recién comienza un verano en el que no tendrá días libres porque está concentrando para llegar en agosto a la olimpíadas de Río de Janeiro y lograr su mejor marca en 800 metros. Esta es una de esas jornadas que la dejan sin aliento, con los músculos cargados de ácido láctico, como pasa cuando al cuerpo se le exige mucha intensidad en períodos cortos de tiempo. Está agotada pero lleva las uñas pintadas a la francesa. Se despertó a las siete de la mañana para entrenar y tiene dos horas libres antes de retomar la práctica. Recorre el Campus Deportivo de Maldonado avanzando con inercia, respondiendo a cada uno de los saludos de los funcionarios y colegas de la misma forma: extiende la palma de su mano, la lleva hacia sus labios, besa la punta de los dedos y la dirige hacia ellos.
Es la única atleta que vive en el Campus. Tiene la misma habitación desde que llegó hace nueve años, con 14 recién cumplidos, para ser una de las pupilas del entrenador Andrés Barrios. A las 21 horas, cuando termina sus obligaciones, se tira en la cama y en unos minutos ya está dormida.
Despierta con la mente en blanco.
Duerme tan profundo que no recuerda sus sueños.
Cree que es por culpa del desgaste físico, pero no le importa.
Su pasión es correr y no se le ocurre cómo podría ser más feliz.
—La vida del atleta es muy rutinaria y me canso de ella como cualquier otra persona. Pero sé que no habría triunfado si no hubiera sabido llevar una rutina ordenada desde que soy una niña ¿Cuánta gente en el mundo tiene la oportunidad de trabajar de lo que le gusta? ¿Cuántos pueden pasar el día perfeccionando un talento con el que nacieron?
***
Déborah tiene 23 años y en su categoría es la mujer más rápida del Uruguay, de Sudamérica, y una de las 30 más veloces del mundo. Ya perdió la cuenta de las medallas que ganó corriendo. El esfuerzo de su trabajo se mide en las centésimas de segundos que ahorra para recorrer 400 metros con vallas, y 400 y 800 metros planos. Lo que importa es el resultado y en el atletismo solo hay lugar para un primer puesto, un segundo y un tercero. El entrenamiento de ocho horas diarias durante seis días a la semana durante un año, podría ser inútil si la mañana de la carrera Déborah se despierta débil. Así de azaroso puede ser el éxito de un atleta. Por eso su lema es que la vida es una guerra que se conquista batalla a batalla.
En 2011 obtuvo una beca para entrenarse tres meses en Cuba. Uno de esos días la sacaron de la pista para darle la noticia de que su abuelo había muerto. Roney Güelmo fue zaguero de Racing en 1960 y nieto de otro jugador, Maxfield Leaden, que triunfó en Progreso. Déborah lo considera su mentor y el responsable de su gusto por competir. A él le dedica cada una de sus carreras.
—Me preguntaron si quería volver para el entierro pero dije que no, esto es una guerra, cerré los ojos y seguí. Estoy convencida de que mi abuelo está feliz por eso.
Su padre, Elio Rodríguez, también fue jugador de fútbol y es el actual director técnico del Canadian Soccer Club. Asegura que su hija es porfiada desde niña. Nunca la vio arrepentida de haber dedicado su juventud al deporte. Sin embargo, cree que en unos años, cuando su carrera termine, podrá evaluar con más claridad las elecciones que tomó.
—A veces intento trasladarme a su pensamiento y no soy capaz. Quizás tenga eso en el debe: buscarle la vuelta para que ella me cuente en qué está pensando cuando se prepara para competir. Quizás no lo quiere decir por cábala, -opina.
Echada sobre un banco de hormigón, dice que antes de competir le reza a Jesús y lee libros de meditación. Aunque en el deporte individual el rendimiento depende cien por ciento del entrenamiento del atleta, Déborah cree en la ley de atracción metafísica que dice que se le debe pedir al universo lo que se quiere obtener.
Dos días antes de correr cumple con su ritual preferido: ir a la peluquería. Elegir el peinado, el maquillaje y el tipo de manicura para la competencia termina de llenarla de confianza. De regreso, extiende la ropa que va a usar, colocada en perchas, sobre una silla, y apronta los championes de clavos. No deja que nadie toque su uniforme de guerrera.
—Es algo del ambiente. Todas queremos tener el mejor look, comparamos el calzado, vemos quién tiene la malla más novedosa, el mejor peinado. Competimos hasta en eso. En la pista no se perdona nada.
Cuando viaja, primero compra regalos para cada integrante de su familia, recién entonces se ocupa de ella y recorre las tiendas buscando perfumes. "Me hacen sentir bien. Tengo muchos porque creo que las mujeres nunca tenemos que oler igual", dice guiñando un ojo. Cada mañana antes de entrenar se perfuma con Calvin Klein y aspirando ese aroma se siente pronta para arrancar el día.
Las niñas llegan a la pista de la mano de su madre, como cuando van al ballet. El primer deporte que probó Déborah fue la danza. Pero se aburrió. Cambió por el yudo y la federaron. Pero la golpeaban demasiado. A los cinco años, su madre, Silvia Güelmo, la llevó al lugar donde ella tuvo una infancia y una adolescencia feliz. Silvia también fue atleta a pesar de que odiaba cansarse. Ahora trabaja en la pista como jueza.
Cuando cumplió ocho, la premiada Margarita Grun le advirtió del potencial de su hija. Le dijo que tenía las piernas largas y el físico esbelto de una corredora. Aunque estaba lejos de ser una buena velocista: Déborah Rodríguez siempre llegaba última a la meta. Se divertía perdiendo. Era la única que no tenía los championes de clavos que se necesitan para correr. En ese momento eran tan caros que lo más común era traer un par del extranjero. Un funcionario de la pista se apiadó y terminó obsequiándole unos que guardaba de reserva. Los cuidó tanto que los usó por dos años. Silvia tiene prohibido regalar ese amuleto.
En la escuela y en el liceo todos querían desafiarla. Sobre todo los varones. Déborah pasaba los recreos corriendo, y ahí prefería ganar. A los 13 años fue federada y a los 14, luego de ganar su primera medalla sudamericana, entendió que eso que tanto le gustaba hacer por diversión podía convertirse en una carrera, importante, internacional. Que podía prepararse para ser la mejor.
Empezó a entrenarse con el técnico más reconocido del ambiente, Andrés Barrios. Durante cinco meses combinó el liceo en Montevideo con las prácticas en Maldonado. Viajaba todos los días. Apenas tenía tiempo para dormir. Un pico de estrés empujó a la familia a tomar la decisión de que Déborah se instalara de forma permanente en el campus.
Un tiempo después, en 2012, compitió en 400 metros lisos y le quitó a Grun el récord de marca que mantenía desde 1985; fue 0.41 segundos más rápida. Esto pasó en los Juegos Olímpicos de Londres, en un estadio frente a 80.000 desconocidos. Tenía 19 años. Durante el entrenamiento estudiaba inglés, cursaba una materia pendiente del liceo y empezó escribanía en la universidad -la misma carrera que cursó Silvia y que tampoco terminó-. El centro de estudios Claeh decidió becarla. Nike se aseguró de que nunca más le faltara calzado. Todos querían patrocinar a la sorpresa del deporte uruguayo.
Una noche, también en Londres, Déborah cenaba sola cuando se acercó a su mesa la tenista Venus Williams. En las competencias, la costumbre entre atletas es intercambiar el pin de sus selecciones y Venus quería uno de los nuestros. La escuchó enmudecida, apoyó el tenedor en la mesa y desabrochó de su remera el humilde merchandising charrúa. Lo remplazó por el de la tenista, cinco veces más grande y personalizado. Antes de despedirse le pidió una foto. También a Usain Bolt y al basquetbolista Kobe Bryant, el deportista que más admira.
—Los atletas nunca estamos solos porque nos encontramos por el mundo. Convivimos juntos, viajemos con un equipo de lujo o solos. Lo que más admiro es la humildad porque los resultados van y vienen, y las personas no deberían cambiar de acuerdo a sus éxitos.
—¿Podrías entrenarte en otro país?
—Si lo pido, sí.
—¿Por qué elegís quedarte?
—No quiero irme. Me gusta estar acá, me encanta Maldonado y tengo un excelente entrenador, de eso depende mucho el destino de un deportista.
***
En el campus Déborah se destaca por su altura y por sus piernas largas. Mide 1 metro 75 y le parece poco. Entre las tres pruebas en las que compite, hay una en la que debe saltar 10 vallas de 76.2 centímetros. Si una de ellas cae, la estrategia entera está arruinada. Así de frágil puede ser el éxito de un velocista.
Cuando le toca correr, aunque sea en un estadio desbordado, la única voz que escucha es la de Andrés Barrios. Lo que pasa por su cabeza mientras avanza en la pista, también depende de él.
—Les grito para darles valor, para que se concentren en la estrategia que acordamos, o para indicarles un pie de análisis de lo que está pasando en su entorno y lo que pueden hacer. Por eso es fundamental la confianza entre el entrenador y su atleta, -explica.
Sin falsa modestia, recuerda que desde hace 17 años es destacado como el mejor entrenador del Uruguay. Sus pupilos compitieron en más de 70 países, en 30 mundiales, 30 sudamericanos e, incluyendo Río 2016, en cinco juegos olímpicos; otro récord nacional. Está convencido de que un buen deportista necesita un autoestima sólido y él es el primero en poner el ejemplo.
Describe su trabajo como una creación. Al atleta lo evalúa y desarrolla al detalle, como si se tratara de una escultura que puede mejorar año tras año. Antes de aprender a moldear la perfección en otros, entrenó en atletismo durante una década, hasta que cumplió 18 y decidió abandonar. Se licenció en Educación Física y en Ciencias de la Comunicación. Andrés Barrios solo entrena con deportistas que además estudien. Es una condición innegociable.
—Es difícil que un atleta que no reflexione y piense adecuadamente pueda resolver un problema tan complejo como es competir a alto nivel. Requiere una excelencia de compromiso, de sacrificio y de autoconfianza muy alto.
Fue él quién le sugirió a Déborah que cambiara el derecho por la comunicación (que estudia gracias a otra beca, esta vez en la Universidad de Montevideo). Cuando deje de ser la mujer más veloz, esta corredora pretende convertirse en periodista deportiva y aportar un punto de vista distinto en los medios: juzgar al deportista con verdadero conocimiento de causa.
Por lo general, Barrios recibe a sus pupilos desde que son niños. De forma progresiva va aumentando la exigencia. Entrena a Andrés Silva desde hace 18 años. Con Déborah lleva nueve.
—Sos todo para ellos: un entrenador, un psicólogo, un padre, un amigo. Es una relación muy buena y compleja a la vez, porque tenés que tener claros los conceptos para no pelearte, para poder motivarlos y hacerlos dar el máximo sin que haya conflictos.
En los últimos años el panorama deportivo cambió. La notoriedad que consiguieron personajes del atletismo nacional generó un mayor interés del público. Hoy las pistas son más concurridas y es más fácil para los velocistas conseguir el apoyo económico de las marcas. Esto contribuye a que las carencias locales en los entrenamientos disminuyan y sigan acumulándose resultados en las pistas.
Las estadísticas dicen que los atletas llegan a su máximo rendimiento a los 27 años. Con la espalda recostada sobre una pared y observando sus valiosas piernas extendidas, Déborah Rodríguez dice que ella sabe que la espera una carrera exitosa y que pretende competir hasta los 32. Terminó un año inolvidable. Durante el 2015, entre otros logros, consiguió superar tres récords nacionales, obtuvo dos medallas de oro en los Sudamericanos de Lima, otra de bronce en los Panamericanos de Toronto y clasificó para los Juegos Olímpicos.
—Me asusta y me pone un poco triste lo rápido que pasa la vida. Por eso hago todo lo que quiero, y si me equivoco no me importa. No creo que el resto de la gente entienda muy bien lo que hacemos nosotros. Ni cómo nos peleamos con el tiempo.
Unas treinta millones de personas practican atletismo pero solo 30 llegan a una olimpíada. Déborah Rodríguez llora cada vez que cruza la meta en una competencia porque piensa en sus sacrificios. Mientras siente el viento en la cara se repite en voz alta que tanto esfuerzo valió la pena. Si le tocó ganar, Andrés Barrios le da un beso, la abraza, y le advierte que mañana empieza otra guerra. Cada día de entrenamiento es una batalla conquistada.
A Déborah no le importa olvidar sus sueños porque tiene material para armarse otros propios. En eso piensa cuando un día como hoy no tiene fuerzas para seguir. Imagina que dentro de siete meses los ojos del mundo estarán puestos en una pista donde va a correr para demostrar de qué está hecha. Aunque su talento sea adueñarse del tiempo de tal forma que su magia pase casi inadvertida.

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